Los primeros registros que tenemos de este tipo de figuras nos remontan a la España de la Edad Media, período en el cual reinos cristianos como Castilla y Aragón estaban en lucha por la recuperación de los territorios perdidos ante el invasor musulmán -popularmente conocidos como “moros”- que penetraron la península Ibérica y fundaron Al Ándalus-, que posteriormente daría origen al califato de Córdoba. Este fue un tiempo de gran intercambio cultural y de respeto a la diversidad religiosa -algo que contradice nuestra idea de islam actual-, ya que el califato omeya era tolerante con cristianos y judíos, y con todo tipo de conocimiento artístico, científico y cultural, contrarias a las teocracias islámicas actuales o las expresiones suníes de hoy, que tienen en la fe su piedra angular. No así durante la Edad Media, donde la rápida expansión estaba por encima de lo religioso. En tierras ibéricas el deseo por “recuperar” la tierra perdida por los reinos cristianos era una causa “sagrada”, una lucha entre civilizaciones. Se requerían hombres que lideraran el proceso y pudieran servir de guías en esta cruzada local.
El rey Alfonso X “el Sabio” de España consideraba que un caudillo es quien tiene la potestad de “acaudillar” (la primera cosa que los hombres deben hacer en tiempos de guerra) e impulsar a cometer aquella cosa que entiende se puede culminar. “Y también hace obrar a la sabiduría allí, donde debe. Y porque el seso es sobre todo linaje y poder, por eso los caudillos lo han menester más que otros hombres. Por lo que sí cada hombre lo necesita para caudillarse a sí mismo, estando en paz; cuanto más lo ha menester el que está en guerra y tiene que acaudillarse a sí y a otros muchos[1]”.
Todo este proceso continuó durante la Conquista de América doscientos años después, siendo los conquistadores verdaderos ejemplos de caudillos. Recordemos a Cortés, Alvarado, Pizarro, Valdivia, abanderados de la causa Real y cristiana –el argumento más importante que esgrimían los españoles se fundamentaba en su deber de “llevar el evangelio a los infieles del Nuevo Mundo”. Por lo tanto, esa impronta tradicional, ese elemento político sustentado en fuertes figuras militares, líderes en la incorporación de territorios para Su Majestad, dejarán su huella en nuestras primeras comunidades criollas que sabían responder ante el “llamado”, siempre que este sedujera a la comunidad. No debemos perder de vista que somos herederos de una fuerte tradición, de una civilización hispana que tiene fuertes raíces en la monarquía y el catolicismo. Pero, tampoco dejar de mencionar que los españoles han sido cultores de un fuerte sentimiento de individualidad y de responsabilidad personal ante aquello que le toca hacer. Difícilmente se volcaría al llamado de un tercero si esto no estaba a la altura de las circunstancias, si la comunidad no lo demandaba y si -por obvias razones- contradecía sus convicciones, menos aún, si se trataba de alguien ajeno. El caudillo, preferentemente, debía tener un origen local, ser de una trayectoria conocida por todos, trazable en el tiempo y con credenciales sociales que corroboren que aquello que dice lo ha cumplido, tanto él como los suyos. Ahora, si provenía de otro pago, debía ganarse la confianza de sus eventuales seguidores, cosa que no era de la noche a la mañana y podría significar el doble de esfuerzo. Si estos elementos no se daban o si fallaba en su compromiso con la causa, no habría marcha atrás y estaría totalmente desacreditado. Pasaba a ser un fracaso como caudillo, ya que se espera de este ser el primero en la fila, quien toma la delantera en todo tipo de sacrificios hechos y por hacer. Es el ejemplo a seguir, en quien se reflejan todos los acaudillados. Y para mantener este nivel, debe “caudillarse a sí mismo”. Es un “llamado divino”, un don.
En nuestro continente, el caudillismo es la forma primitiva de liderazgo político y de manifestación de la voluntad popular, sobre todo en una civilización que siempre gozó de gran autonomía regional, libertades comunitarias y derecho a la autodeterminación de ciertos aspectos de la vida social. Los miembros reconocidos de una comunidad hispana contaban con el Cabildo, institución que se encargaba de agrupar las voluntades de los habitantes y tomaba las decisiones vitales de una ciudad o región. No era extraño que se levantara una voz más potente, que se escuchara al vecino de más experiencia, de mayor éxito, de mayor renombre, heredero de una familia fundadora, hijo de algún otro caudillo fundador, merecedor del respeto de sus conciudadanos, sobre todo, hombre. La mujer no participaba de la vida política, aún en los primeros tiempos de las Repúblicas occidentales. Ser caudillo también era una “cosa familiar”, pero aún más, dependía del “carisma” de la persona. El apellido solo no es suficiente.
Algunos ejemplos
La construcción de una figura merecedora de ser considerado caudillo podía comenzar con una demanda popular. Eso es lo esperable, ya que nos imaginamos que tal es un hombre al servicio de la comunidad. Pero, no siempre es el caso. También por impronta personal o una visión estratégica, tanto militar como económica pueden surgir figuras que, por sus empresas, lograron cambiar realidades y el rumbo mismo de la historia, sin disparar un arma o enfrentar un ejército. Tal es el caso de Hernando Arias de Saavedra, “Hernandarias”. Siendo gobernador de Asunción durante el reinado de Felipe II de España, emprendió un proceso colonizador en la cuenca platense y convenció a las autoridades de lo pertinente de aprovechar los suelos fértiles, las llanuras extensas y numerosas aguadas para el beneficio de la Corona. Fue capaz de comprender de que el oro y la plata no eran las únicas formas de riqueza que convenía a España.
Quizás pensamos que un caudillo debe pregonar y defender valores como la “libertad” o la “independencia” porque es la imagen que nos hemos formado de los mismos. Pero estaríamos dejando de lado, como bien concluye el historiador Juan Pivel Devoto, el papel de figuras como el Gobernador de Montevideo Javier de Elío, quien en medio de una férrea lucha de puertos con Buenos Aires ofreció ser el defensor de la causa de los montevideanos, a quienes consideraba sus iguales y por ende, comprendía cuáles eran las preocupaciones de los comerciantes que veían en peligro importantes negocios con la Metrópoli. Según personalidades de la época, de Elío contaba con “esfuerzo, maestría y seso” para conducir la causa.
Incluso, la empresa a representar podría significar todo lo contrario al concepto “revolución”, cambio o transformación. Un caudillo puede ser el abanderado de una causa “conservadora”, opuesta en su esencia a lo que conocemos de los caudillos que ponen nombre a nuestras calles o avenidas. Como ejemplo de ello podemos mencionar a Gaspar de Vigodet, quien inmediatamente después de comenzado el proceso revolucionario de 1810 en Buenos Aires y luego en la Provincia Oriental en 1811, se postula como el caudillo de quienes no estuvieran en sintonía con las ideas de emancipación. “Aquí me tenéis, yo seré vuestro caudillo, un amigo, un compañero y no un superior[2]”. Esta afirmación tiene elementos de una estrategia de marketing, o una propuesta de tono “populista” que busca conseguir adeptos, si lo medimos con los esquemas políticos actuales. Mostrarse autoritario y reivindicar su envestidura no ayudarían. No perdamos de vista que un líder impuesto tiene niveles de adhesión muy inferiores del carismático. Al primero lo pone el rey, al otro, lo elige el pueblo.
Vigodet enfrentaba una situación compleja, ya que tenía que rivalizar con la popularidad de José Gervasio Artigas, líder del Pueblo Oriental sublevado, que se dirigió al norte de la Provincia en el Éxodo o Redota en 1811 luego de que de Elío (su antecesor) acordara un armisticio con Buenos Aires. Artigas no se rindió, no “echó para atrás”, siguió firme en su visión política, hizo todo eso que se esperaba de un caudillo. Desacreditarlo en Montevideo, hacer que su mala fama esté por encima de sus buenos atributos (se decía de él que contrabandeaba, robaba, se rodeaba de gauchos e indios, era un traidor de la patria -España-) pueden ser una de las razones por las que Artigas y la capital provincial nunca gozaron de buena sintonía y prefirió la soledad del inmenso medio rural y su población -muy escasa-. Podríamos decir que lo de “Gaspar” fue un antecedente de lo que sería la Leyenda Negra artiguista que se conocería unas décadas después.
Los ciudadanos de estas comarcas no conocían otras autoridades que las monárquicas, aquellas impuestas por Su Majestad y símbolo del orden político de toda la vida. Artigas, por lo tanto, era el representante de la anarquía, del desorden, del caos. Un “cabecilla” (término utilizado despectivamente en contraposición). Esta posición respecto a los líderes carismáticos de corte rural también contará con sus herederos en décadas posteriores al proceso de emancipación, como el argentino Domingo Faustino Sarmiento, que verán en los caudillos un elemento negativo, contrario a la civilización, más próximo a lo que definía como barbarie. Consideraban que habían cumplido un ciclo, siendo útiles a la causa en momentos de la Revolución. Pero, una vez conseguida la independencia, la ciudad y sus doctores -hombres letrados, políticos con características europeas- debían conducir los destinos de las naciones americanas que habían nacido en la primera mitad del siglo XIX. El campo, los gauchos, los indios y los caudillos representaban todo aquello que debía quedar en el pasado. Las capitales, con fuerte espíritu centralista encarnaban el papel de conductores de las políticas necesarias para lograr la Modernidad. En cambio, los caudillos encarnaban los intereses regionales, eran los representantes de la voz de los interiores, de las provincias -en el caso de Argentina-, de la campaña -en el Uruguay-. También comenzaron a ser objeto de “leyendas negras”, ellos y toda lo que representaba su “cultura bárbara” (en conceptos del gran historiador José Pedro Barrán). El caudillo ocupará el lugar de conducción de los deseos y reivindicaciones de la gente de campo, muchas veces desoída por los “galerudos” de la ciudad. Eran los tiempos en los que se contrastaban el país “legal” y el país “real”, dos conceptos acuñados por el historiador Carlos Real de Azúa[3] donde hace referencia a la Constitución de 1830 y su escasa influencia en aspectos de la vida y la cultura en el territorio uruguayo y su totalidad. Realiza un análisis de cómo -ingenuamente- los doctores estaban convencidos de que la mera existencia de una legislación sólida podría ser capaz de pacificar la campaña, de traer orden y progreso a todos los puntos del territorio. Sin embargo, el país a pesar de su tamaño reducido contaba con realidades muy diversas, y el peso de la ley y las instituciones no llegaban por igual a todos los pagos. No en todos los sitios se contaba con Escuelas, Comisarías, Iglesias y Juzgados, por lo que el “sentido común”, las tradiciones y lo natural son los elementos que regulan la cultura, lo se conoce derecho consuetudinario. Es ahí donde los caudillos toman mayor relevancia, ya que ellos serán los responsables de, además de todo lo anteriormente dicho, hacer cumplir dichas normas no escritas. Aunque, como vimos, los caudillos no seguían una sola línea argumental.
Fructuoso Rivera, primer presidente de nuestro país en 1830 luego de haber jurado la Constitución contaba con todos los elementos distintivos de un caudillo. Conocía de lleno todos los rincones del territorio, su gente, las tradiciones, las necesidades y no tenía problemas en desviarse de las normas escritas. Contaba con el peso personal para cuestionar y no ser cuestionado. El juró respetar las normas, pero no estaba totalmente comprometido en este sentido. Si las soluciones venían del lado del país “real”, no dudaba en tomar esa dirección. No así su compadre, Manuel Oribe, quien sucedió a Rivera a partir de 1834, siendo el segundo presidente constitucional de nuestra historia. Durante su mandato tuvo que lidiar con la fuerte presencia de Rivera, quien a pasar de que su mandato había concluido legalmente, en la práctica seguía siendo el gobernador de la campaña. Oribe no estaba dispuesto a compartir el poder, poniendo la ley y la Constitución como principal respaldo a su posición. Rivera criticaba la influencia doctoral en el gobierno de Oribe, acentuando la oposición campo-ciudad. Este enfrentamiento, como ya sabemos, escalará en lo que conocemos como Guerra Grande (1839-1851), donde las fuerzas de uno y otro se enfrentarán dando origen a las divisas coloradas y blancas, las que a su vez son la base del nacimiento de los partidos políticos más antiguos del mundo, Colorado y Blanco (hoy Nacional). En este aspecto vemos otra vez y con mucha fuerza la influencia del caudillismo, tanto de uno como otro bando. El país quedó dividido en dos formas de entender la política, e irán haciéndose eco de los reclamos de distintos actores de la sociedad. Unos -blancos- fortalecerán su vínculo con la campaña, con lo rural y su entorno -estancieros, peones y changadores-. Otros -colorados- tomarán la ciudad y los sectores representativos de esta -comerciantes, doctores y trabajadores asalariados de talleres y otros rubros-. Aún después de culminado el conflicto original el 8 de octubre de 1851 la dicotomía no solo no culminó, sino que se fortaleció y profundizó. Omitimos aquí el aspecto regional e internacional del conflicto, que también respondió a esta lógica.
El partido Colorado, comenzará un ciclo de gobiernos ininterrumpidos en distintas etapas y momentos del siglo XIX. Hará uso de la herramienta estatal para mantener sus apoyos, y en muchas ocasiones recurriendo al fraude electoral, lo que consolidó su impronta. Moneda corriente serían durante todo este período los levantamientos de numerosos caudillos blancos -y aún colorados- que reclamaban mayor participación en el gobierno.
Para los doctores, como Herrera y Obes, el caudillismo estaba destinado a desaparecer a medida que las naciones que se conformaron en el proceso de emancipación de la monarquía española fueran afirmándose en el respeto de las normas juramentadas y las instituciones del Estado fueran ganando presencia en todas las comarcas. Las sociedades se irían transformando con la impronta de las ciudades, más aún con el desarrollo del capitalismo industrial que hará de la urbe el centro de la vida social, económica y cultural en todo el mundo.
A pesar de que nos encontramos en una etapa de pleno desarrollo social, con una inmensa mayoría de la población educada, con derechos políticos y capacidad de elegir por sí misma quiénes son los responsables de conducir los destinos de la República, podemos ver aún hoy la influencia de personalidades con mucho peso en las colectividades políticas, herederos de tradiciones, familias, apellidos y formados para hacer de la política su estilo de vida. Cabe hacernos la pregunta, ¿continúan existiendo los caudillos en el siglo XXI? Si es así, ¿mantienen las características que los definieron originalmente como tales? ¿Han adquirido otras? ¿O estos desparecieron con Aparicio Saravia allá por 1904 cuando finaliza la última guerra civil?
Bibliografía:
Real de Azúa, Carlos. El impulso y su freno: tres décadas de batllismo y las raíces de la crisis uruguaya. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1964.
Herrera y Obes, Manuel; Berro, Bernardo. El caudillismo y la Revolución americana. Montevideo, editorial Polémica, 1966.
Barrán, José Pedro. Apogeo y crisis del Uruguay pastoril y caudillesco. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1979.
[1] Alfonso X. (1985). Las Siete Partidas (Vol. 2, Segunda Partida, Título IX, Ley I). Madrid: Editorial Gredos.
[2] Berro, Mariano Balbino. Historia de la dominación española en el Uruguay. Montevideo: Imprenta de El Siglo Ilustrado, 1882. p. 111.
[3] Real de Azúa, Carlos. El impulso y su freno: tres décadas de batllismo y las raíces de la crisis uruguaya. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1964.